Diarios del agua by Roger Deakin

Diarios del agua by Roger Deakin

autor:Roger Deakin [Deakin, Roger]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 1999-12-11T16:00:00+00:00


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Hay pocas imágenes más inspiradoras que el bosque de robles que abarrota los márgenes y cuelga sobre la ría Helford, extendiendo sus ramas mucho más allá de la delgada franja de arena que desaparece con la marea de sizigia cuando el río se desborda. Los robles son viejos y musgosos. Llevan siglos creciendo sin que nada los perturbe, y cuando caminas por la orilla de arena, con la marea baja, hay que esquivar sus ramas, que señalan al agua. Son como las ramas de los árboles que flanquean la vía y que Thomas Hardy describe en Los habitantes del bosque: «se extienden por encima del camino, en cómoda horizontalidad, como si pudieran tenderse sobre el aire frágil»[6]. Hay un cangrejo debajo de cada piedra que giras, y ostras solitarias en el barro. Bosque verde, río azul; nada más.

Cuando llegamos al pueblo de Helford, intentamos, sin éxito, alquilar un bote para que nos escoltase mientras nadábamos en la ría. Habíamos planeado cruzar el paso de Helford y llegar a Calamansack para empezar desde la orilla más alejada; pero, como iba a resultar imposible, debatíamos sobre la dirección: remontar o descender el río del Francés. El cambio de marea tomó la decisión por nosotros, así que recorrimos a paso ligero un kilómetro y medio de sendero a través del bosque hasta llegar a la cabecera enfangada, y me metí al agua sin más dilación. No había un alma en los alrededores, pero sí tanto fango que mis compañeros tomaron la sabia decisión de quedarse en tierra.

Aquello habría podido ser perfectamente el río Limpopo. La marea empezaba a bajar, y el agua se retiraba poco a poco de los márgenes embarrados. Los primeros cien metros de la ensenada pantanosa eran profundos, con un fango aterciopelado con textura de yogur, y luego había que avanzar casi arrastrándose por una sopa marrón y somera, bajo un dosel de ramas de roble. Cada uno de mis ruidos resonaba en el bosque silencioso. El río estaba oscuro, y obstruido por los troncos serpentinos de los muchos árboles caídos y las guirnaldas flotantes de algas enmarañadas. Estaba tumbado y avanzaba impulsándome con las manos, como una morsa. Cuando el agua ya solo tuvo la profundidad de un charco, empecé a moverme como uno de esos peces del fango que viven en los manglares de los ríos de África occidental. Me sentía profundamente primitivo, el eslabón perdido de la cadena evolutiva que partía de la lombriz de tierra, hasta que por fin alcancé el lujo de unas aguas más profundas y pude liberarme, nadando a brazadas amplias, con las que pasé bajo el arco de un árbol caído. Mientras me alejaba, pensé en lo mucho que había disfrutado de mi comunión con el fango, y caí en la cuenta de que también acababa de representar la evolución de la natación. La experiencia fue tan deliciosa, por inesperada, y el fango tibio tenía una textura tan curiosa y agradable, que llegué a preguntarme si no me habría topado, o revolcado, con una terapia completamente nueva; algo relacionado con el grito primigenio.



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